El poder de la práctica constante de la oración
Hay un poder silencioso y transformador en la constancia. El ministerio de la oración, como cualquier otra actividad significativa, se profundiza y madura a medida que lo practicamos fielmente a lo largo del tiempo. No se trata de estallidos ocasionales de entusiasmo, sino de crear un ritmo constante, un hábito que modele nuestros corazones y agudice nuestra sensibilidad espiritual.
A medida que persistimos en la oración, empezamos a notar pautas. Reconocemos las formas sutiles en que Dios habla, los suaves impulsos del Espíritu y los momentos en que se producen avances. La práctica no convierte la oración en algo mecánico, sino en algo familiar. Nos sentimos más cómodos con el misterio, más confiados en la presencia de Dios y más dispuestos a dar un paso en la fe.
No se trata de buscar la perfección o de marcar casillas. Se trata de presentarse una y otra vez, confiando en que Dios está actuando aunque no veamos resultados inmediatos. Con el tiempo, nuestras oraciones se vuelven más auténticas, nuestra escucha más atenta y nuestro ministerio más fructífero. Aprendemos a discernir la voz del Espíritu, a esperar pacientemente y a responder con valentía.
La práctica persistente también fortalece la resistencia. Habrá momentos en los que la oración parezca árida o infructuosa, cuando las respuestas parezcan tardías o ausentes. Pero a medida que volvemos, descubrimos que Dios es fiel. La disciplina de la oración regular entreteje la fidelidad de Dios en el tejido de nuestras vidas, sosteniéndonos en momentos de alegría y de dificultad.
Comprometámonos a practicar con perseverancia. Hagamos de la oración un hábito, no un pasatiempo. A medida que lo hagamos, crecerá nuestra intimidad con Dios, nuestra eficacia en el ministerio y nuestra confianza en la guía del Espíritu.